En los años centrales del siglo XX, Madrid se convirtió en una ciudad clave para la extrema derecha y la nueva formulación del fascismo en Europa. A priori puede resultar sorprendente, puesto que, durante la Guerra Civil, la urbe había quedado estrechamente ligada a los valores antifascistas que defendían las organizaciones obreras de la II República. Extraer del imaginario colectivo internacional los lemas “No pasarán” o “Madrid será la tumba del fascismo” no parecía una tarea sencilla. Menos aún después de que la capital hubiera sido capaz de resistir casi tres años a la ocupación de un ejército sublevado que pretendía transformarla en símbolo de su victoria militar. De ahí que uno de los objetivos del Nuevo Estado franquista fuera reconstruirla apoyándose en una arquitectura urbana y monumental que la dotara de un nuevo significado; de una nueva narrativa en línea con el chotis de Celia Gámez “Ya hemos pasao”; de una nueva mirada focalizada en exaltar a los vencedores y excluir a los vencidos.
Desde el 1 de abril de 1939, ese nuevo Madrid inició su resignificación con monumentos y conmemoraciones. Pero fue el triunfo de los Aliados en la II Guerra Mundial lo que, paradójicamente, catapultó a la urbe como espacio clave para repensar el fascismo europeo en el contexto de posguerra. En un primer momento, la metrópolis emergió como escondite para quienes habían colaborado con el III Reich. Un refugio provisional para aquellos criminales de guerra y colaboracionistas que pretendían exiliarse al norte de África o a Sudamérica, zonas consideradas por ellos más seguras, al estar fuera del control aliado, y ofrecer menos trabas que los países neutrales, que sí denegaron la entrada y el asilo a la mayoría de los nazi-fascistas huidos. De este modo, la villa madrileña comenzó a tener un peso importante dentro del sistema de vías de fuga o rat lines que estaban configurándose en el Viejo Continente. Tanto que, con el paso de los años, se consolidó dentro de esas rutas de huida como la opción más popular en España, por delante de ciudades como Barcelona, Valencia, Málaga o Cádiz que, a pesar la ventaja logística que les otorgaba disponer de un puerto, no pudieron competir con la capital.
Es así cómo, desde mediados de los años cuarenta, algunos de sus barrios se convirtieron en espacio de sociabilidad para unos fascistas fugados que, por un lado, ponían en marcha acciones para ayudar logísticamente a otros compatriotas: desde localizar sitios donde ocultar el dinero para pagar la estancia y los pasajes hasta tejer una red de contactos lo suficientemente estable como para mantener los planes de escape en secreto; mientras que, por otro, estos lugares servían de enclave para el intercambio de ideas y diseño de estrategias con la intención de que ese movimiento extremista desembocara en una nueva forma de entender el paradigma del fascismo clásico. Es decir, una reformulación hacia el neofascismo.
Toda una nómina de fascistas de primer orden, entre los que sobresalieron los belgas Léon Degrelle y Pierre Daye, el austriaco Otto Skorzeny, el rumano Radu Ghenea o el británico Oswald Mosley, pasaron e influyeron directamente sobre la ciudad y sus gentes a través de aquella red. Algunos simplemente estuvieron de paso, mientras que otros potenciaron el cambio simbólico y material de la urbe al permanecer de forma continua. El profesor de Historia en la Universidad de Maastricht Pablo del Hierro ha seguido su rastro y lo ha plasmado en Madrid, metrópolis (neo) fascista. Vidas secretas, rutas de escape, negocios oscuros y violencia política (1939-1982). Una valiosa investigación que reconstruye aquel entramado desde sus cimientos, al inicio de la dictadura de Franco, hasta los estertores de la transición a la democracia en España.
El amplio recorrido analítico que plantea esta obra refleja cómo Madrid, superado el tiempo de posguerra, fue igualmente refugio para dictadores como el cubano Batista, el venezolano Pérez Jiménez o el congoleño Tshombe, quienes aprovecharon la vía de la extrema derecha para escapar de sus países. Ejemplos todos ellos que evidencian el afianzamiento de la capital como espacio de asilo para tiranos y criminales de todo el mundo, en contextos ya sin una relación directa con la II Guerra Mundial. También se sirvió de ella el presidente argentino Juan Domingo Perón –aunque nunca llegó a ser realmente autoritario, el peronismo mostró cierta fascinación por el fascismo–, que unos años antes había ayudado a crear un servicio en Buenos Aires para recibir a esos europeos: la Sociedad Argentina de Recepción de Europeos (SARE).
Además de fotos, mapas y un apéndice con las fuentes empleadas, elementos que visibilizan el trabajo archivístico realizado por el autor, este volumen tiene también detrás un importante esfuerzo divulgativo. Del Hierro demuestra en sus páginas mucho interés por llegar a un público menos especializado, una clara voluntad por explicar aquel pasado y aquella presencia de las redes de extrema derecha transnacional en Madrid superando la barrera que supone en la actualidad la ausencia de sus huellas materiales en el callejero madrileño. Es por ello relevante que este libro llegue a las nuevas generaciones, pues ofrece una necesaria contextualización de lo ocurrido, ayuda a comprender el impacto que supuso y, al mismo tiempo, facilita herramientas complementarias para evitar que la urbe, en el futuro, vuelva a ser un símbolo para una ideología que ha resurgido con fuerza en Europa en los últimos tiempos.
Víctor Úcar Rivasés
Universidad Complutense de Madrid