En el año 1911, Azorín publicó un artículo en el diario ABC donde planteaba el interrogante: «¿Qué es lo que debemos entender por intelectual cuando de intelectuales hablamos?». Asimismo, añadía: «el tema no creo que tenga gran importancia; se trata de discusiones y elucubraciones sin trascendencia, sin positiva eficacia para la marcha de nuestros asuntos políticos». La pregunta, no obstante, no carecía en absoluto de significación; buena prueba de ello es el hecho de que el término «intelectual» aún denote conceptos diferentes e incluso mutuamente excluyentes. Por otro lado, las disquisiciones acerca del fenómeno de los intelectuales no se han mantenido al margen de los «asuntos políticos» a los que hacía referencia Azorín. Si bien algunos aspectos del discurso sobre la figura del intelectual han resistido incólumes al paso del tiempo, otras ideas han fluctuado en función de la coyuntura histórica y el contexto económico y social. De ahí que más de un siglo después, Paul Aubert haya señalado que definir aquello que es o no es un intelectual «no tiene sentido, pues es una cuestión de nunca acabar», para en cambio propugnar el interés «por su cultura o su práctica social».
Este es el camino que ha transitado David Jiménez Torres en La palabra ambigua, un acercamiento a los usos del término en sus acepciones modernas y a los discursos que fueron fraguándose en torno a él, resultado de un formidable trabajo de documentación del que se desprenden reveladoras conclusiones. El estudio de la figura del intelectual como fenómeno discursivo permite al autor retroceder hasta los orígenes de una palabra que comenzó a adoptarse a finales de la década de 1880. Ello revela que su uso, pese a lo difuso de su significado y la ausencia de individuos que así se identificaran, se encontraba ya extendido en España con anterioridad al «J’accuse!» de Émile Zola y el subsiguiente artículo de Maurice Barrès «La protestation des intellectuels!». También enlaza con una constante del discurso sobre la intelectualidad, que es la supuesta inferioridad de sus representantes españoles frente a sus homólogos europeos. En su aguda argumentación, Jiménez Torres sugiere que el sentimiento general en muchos países de Europa de inferioridad intelectual respecto al modelo francés apunta más a una excepcionalidad del caso galo que a una norma incumplida por el resto.
El concepto de intelectual cuenta, además, con un temprano y difícil compañero de viaje: el discurso antiintelectual. Las acusaciones hacia los intelectuales han sido variadas y persistentes a lo largo del siglo XX, ya se refirieran a su inherente frivolidad, arrogancia, torremarfilismo, hipocresía o falta de patriotismo, lo que produjo una reticencia inicial al uso del término en primera persona. No sería hasta el período primorriverista cuando, al señalar el mismo dictador de manera constante a una serie de autores como enemigos del régimen e identificarlos como «intelectuales», los sujetos aludidos asumirían progresivamente este sustantivo para referirse a sí mismos. El franquismo también recogió la identificación entre los intelectuales y la izquierda, culpando a su influencia social del advenimiento de la República y las causas de la Guerra Civil. Pero no fueron únicamente los sectores conservadores los que enarbolaron el discurso antiintelectual, ya que existió una tradición de rechazo en el socialismo, el comunismo o el anarquismo, corrientes que les imputaban una falta de compromiso social y una cobardía rayana en la traición.
Desde la Transición, aparecieron nuevos elementos en el discurso acerca de los intelectuales, siendo el más importante la función concreta que debían desempeñar en el nuevo régimen. El papel de estas figuras, como afirmó Vázquez Montalbán, se había desdibujado, una vez superados los problemas de censura y participación política. Por añadidura, habrían de enfrentarse a un medio de comunicación consolidado como era la televisión. Estas preocupaciones fueron el preámbulo de un discurso que alcanzaría gran arraigo: el de «la muerte del intelectual», su pérdida de relevancia pública e incluso su pérdida de credibilidad debido a su asociación con regímenes del siglo XX opuestos a la democracia liberal. Aun entonces, en el momento de señalar el ocaso de su figura, no existía consenso acerca de lo que aquel concepto designaba: seguía siendo la palabra ambigua de la que hablaba Ortega.
Una de las ideas más sugestivas que puede extraerse de la lectura de esta obra es que, en cierto modo, las desiguales posturas en el debate sobre los intelectuales a menudo reflejaban –y reflejan– los propios juicios y expectativas de aquellos que se pronunciaban sobre el tema. De este modo, a lo largo de más de un siglo el intelectual ha servido como chivo expiatorio de numerosas causas políticas, pero también como herramienta de legitimación. Asimismo, las posiciones acerca de la relación entre los intelectuales y la acción política nos hablan de formas disímiles de entender esta figura y su participación e influencia en el espacio público. Tampoco se deja en el tintero Jiménez Torres la vinculación entre los debates sobre el intelectual y los discursos de masculinidad y feminidad. Sin embargo, aún podemos decir con Unamuno que «si se nos pidiera a cuantos nos hemos servido de semejante denominación, el que la definiéramos, nos habríamos de ver, los más de nosotros, en un gran aprieto».
Gustavo García de Jalón Hierro