El asalto al Capitolio del pasado enero de 2021 sigue siendo uno de los momentos más decisivos y controvertidos de nuestro tiempo presente. Lejos de una toma del poder digamos clásica, fue un movimiento nacido por y para las redes sociales. Los asaltantes, teledirigidos digitalmente, iban dejando atrás todos los obstáculos a su paso, ante un país atónito que asistía, en streaming, a la exhibición de los símbolos de la guerra civil, de la América supremacista blanca, en la sede de la soberanía democrática más antigua del mundo. Una multitud que, de repente, se detiene. Una vez que han terminado de hacerse selfies y directos en Instagram, ya no tienen nada qué hacer allí. Su función ha terminado. Habían cumplido su verdadero objetivo que no era el poder político, sino mostrar su malestar, exhibir su fuerza y su poder en las redes sociales. Salir del anonimato participando de una protesta colectiva, entrar en un reality, saltar a un parque temático de un pasado idealizado. Un formato similar, el de la conquista de la realidad paralela, parece haber vivido Brasil con los seguidores de Bolsonaro que tampoco asumen la derrota y acusan al sistema de falseamiento electoral, aunque en este caso no han renunciado a tradicionales formas de protesta, sin excluir la violencia.
Ambos procesos no son fruto del azar, son el resultado de una constante interacción entre el juego y el cálculo permanente que dirige nuestra civilización digital. Un tiempo que, en realidad, no vivimos, ni gastamos, sino que nos limitamos a repetir y a mostrar como algo nuevo. Esta constante global que recorre el mundo, une al individuo con una sociedad cerrada, programada para que todas nuestras opciones pasen por hacer lo mismo que vemos en millones de imágenes sin apenas alteraciones, perfectamente pautadas. A pesar de mostrar grandes señales de involución tan graves como la pandemia o el cambio climático, ya no se define ni se percibe a sí misma como la sociedad del riesgo o de la incertidumbre, sino como la del cansancio. Tempestad en la pecera. La nueva civilización de la memoria de pez (Alianza, 2022), explica con claridad cómo hemos llegado a esta situación de manera voluntaria, porque esa es la clave, la libertad. Hemos aceptado todas las condiciones del contrato, estamos conformes con la realidad paralela que construimos de la misma manera que consumimos, al otro lado del link.
Es la era de la pantalla total y hemos perdido el control de nuestro tiempo. Por un lado, cedemos antes los elementos que nos mantienen pegados a los dispositivos y nos impiden mirar arriba, como mostraba con ironía y genialidad una reciente película. Por otro, y a pesar de la posibilidad inminente de destrucción de nuestra vida y del planeta, no nos inmutamos. Hemos renunciado a comprender todo aquello que nos pueda traer problemas. A diferencia de la “servidumbre voluntaria”, definida por Étienne de la Boétie en el siglo XVI, que esclavizaba nuestro razonamiento para no sufrir y que, en realidad, era la primera fase de convencimiento para llegar a ser libre, el tiempo presente está basado en el cálculo, en la extracción del valor de nuestro tiempo pasado a través de la predicción matemática. Su resultado, asumido también por consenso, es la dependencia, el aislamiento individual y la polarización colectiva, cuyos efectos son todavía imprevisibles. Esta relación, aparentemente sencilla pero muy compleja de realizar a escala universal, es suficiente para saber que no estamos en nueva etapa de mercado, sino de la propia historia de la Humanidad. La verdadera clave, como explica Bruno Patino en este corto pero lúcido ensayo, no se muestra, es el código de la evolución de las dos últimas dos décadas de la industria digital. En solo dos décadas, ha destrozado los cimientos del mundo de ayer, muy maltrecho ya, es cierto, fijando un nuevo marco virtual ilimitado, que se nutre de los millones de combinaciones de repetición de lo experimentado por otros. Un sueño del cálculo infinito, de la previsión y del progreso total que ya esbozara Comte, tiene un nuevo reverso tenebroso.
Esta sociedad hiperconectada es una sociedad del cansancio emocional, precisamente lo que más potencia el algoritmo. La primera víctima es la confianza, tanto en lo público, en las instituciones, como en nosotros mismos, en nuestras capacidades, que se ven desplazadas por una constante necesidad de aprobación, de afirmación narcisista de nuestra vida en redes. Esa necesidad nos dirige a querer compartir una realidad paralela, artificialmente acelerada, como la música, o la lectura, por poner dos ejemplos de concentración imposibles en el nuevo canon, en el que la propia vida es imposible de vivir. Un nivel de motivación, como el de los asaltantes al Capitolio, o las campañas de la extrema derecha europea, basado en el modelo de publicidad dirigida, en el que se usan nuestros datos, que constituye uno de los principales factores de polarización digital. La tercera y última de las claves analizadas es el videojuego. Empezamos a vivir con sus reglas, a informarnos, a estudiar, a amarnos, en el metaverso, la culminación de la gamificación del mundo. La pedagogía, la felicidad individual y colectiva ideada en el mundo occidental desde el comienzo de la Ilustración desaparecen en un mundo en el que no sucede nada, en realidad, en el que todo es virtual. Es el cierre de todas las utopías digitales, el fin de los grandes desafíos para la industria cultural tradicional: la capacidad de compartir y la inteligencia colectiva. Ahora es de pago. La inteligencia artificial (IA) nos ofrece la seguridad de un mundo repetido, perfecto y redondo, se anticipa y elimina todo cambio. Nuestro mundo global se ha reducido a la pecera en la que damos vueltas una y otra vez, sin memoria, soñando con desear algo que realmente podamos reconocer como propio.
Gutmaro Gómez Bravo